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En el oeste de Venezuela, donde el sol abrasa y las refinerías alguna vez prometieron prosperidad, una madre abre su refrigerador y encuentra poco más que resistencia. Un puñado de pimientos marchitos, algo de arroz, media ración de frijoles y un poco de carne enlatada. Nada se pudre, porque nada dura. La comida se ha vuelto un bien fugaz, una promesa que se desvanece antes de llegar al plato.


Ella, madre de tres adolescentes, vive en el estado de Falcón, epicentro de una crisis que ya no se mide en cifras sino en estómagos vacíos. “Me preguntan: ‘¿Qué vamos a hacer mañana?’”, dice. “¿Qué vamos a comer?”. La pregunta se repite en millones de hogares venezolanos, donde el desayuno es pan mojado en bebida azucarada —si hay suerte— y la cena, una incógnita.

Hambre estructural: cuando el Estado se retira
La descomposición económica del país, agravada por sanciones internacionales, recortes a la ayuda humanitaria y el colapso de los subsidios estatales, ha dejado al 80% de la población en situación de pobreza. En Falcón, donde las refinerías estatales ofrecían empleos dignos antes de 2013, hoy se lucha por conseguir comida, no trabajo.

Los comedores populares han cerrado. Las ONG enfrentan restricciones legales. El salario mínimo oficial es de 130 bolívares —menos de un dólar mensual— mientras la canasta básica supera los 500 dólares. La ecuación es imposible.

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La infancia como víctima silenciosa
Los hijos de esta madre estudian, rezan y juegan con hambre. Se acuestan temprano para evitar el dolor de estómago. Faltan a la escuela cuando el cuerpo no responde. La ley garantiza almuerzos escolares, pero hace tiempo que no llegan.

Expertos en salud advierten que la falta de proteína animal está generando retrasos en el crecimiento, fatiga crónica y dolores de cabeza persistentes en los niños. “Es su dieta”, explica la madre. La última vez que pudo comprar carne fue en mayo.

¿Emergencia o normalización?
La inseguridad alimentaria en Venezuela no ha alcanzado niveles de hambruna masiva, pero sí una precariedad crónica que marcará a generaciones enteras. La FAO advierte que el país figura entre los más afectados por la inflación alimentaria junto a Sudán y Zimbabue. Mientras tanto, el Programa Mundial de Alimentos ha reducido su cobertura por falta de fondos.

Una pregunta que no se apaga
¿Qué vamos a comer mañana? No es solo la pregunta de una familia. Es el eco de un país que sobrevive entre la incertidumbre y la memoria de lo que alguna vez fue abundancia. En cada panecillo compartido, en cada vaso de agua del grifo, se esconde una historia de resistencia.

 

Testimonios recogidos por periodistas de The Washington Post y The Associated Press


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