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En Venezuela, tener diabetes no solo implica luchar contra una enfermedad crónica: significa enfrentar un sistema que obliga a elegir entre sobrevivir o alimentarse. El costo de la insulina, los glucómetros y las consultas médicas supera con frecuencia el salario promedio, dejando a miles de pacientes en una encrucijada diaria: ¿comprar medicamentos o alimentos básicos?


Carmen Sánchez, joven con diabetes tipo 1 en el estado Aragua, vive esta realidad con crudeza. Su sueldo como secretaria apenas alcanza para costear los cartuchos de insulina, que oscilan entre 20 y 40 dólares. A eso se suman jeringas, tiras reactivas y controles médicos, que elevan el gasto mensual a cifras inalcanzables para la mayoría.

“Hay días en que tengo que decidir si compro insulina o arroz para mis hijos”, confiesa Carmen. En ocasiones recurre a hospitales públicos, pero la escasez de medicamentos y la falta de insumos adecuados la han llevado a crisis severas que casi le cuestan la vida.

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La diabetes no espera. Y el cuerpo tampoco. La alimentación adecuada —frutas, verduras, productos sin azúcar o gluten— se ha vuelto un lujo. El mercado ofrece opciones, pero a precios que excluyen a quienes más las necesitan. Para muchos pacientes, el tratamiento completo supera los 300 dólares mensuales, en un país donde el salario mínimo ronda los 3 dólares.

Este dilema no es solo económico: es ético, humano y estructural. La falta de políticas públicas efectivas, el desabastecimiento y la indiferencia institucional convierten la diabetes en una sentencia silenciosa. Cada historia como la de Carmen es un llamado urgente a visibilizar, denunciar y transformar.


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