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Un destello rosado rompe la superficie fangosa del río Amazonas. Científicos y veterinarios, sumergidos hasta la cintura en la corriente cálida, rodean con redes de malla a una manada de delfines de río. Cada pasada aprieta el cerco, mientras peces plateados saltan para escapar bajo el sol abrasador. La escena, que parece ritual, es en realidad una operación de salud urgente: evaluar el impacto del mercurio en los depredadores más elegantes del Amazonas.

El equipo liderado por el biólogo marino Fernando Trujillo arrastra a uno de los delfines hacia un bote. El animal se agita, el agua resbala por sus costados moteados de rosa, y la tripulación lo transporta rápidamente a la orilla arenosa. Tienen solo 15 minutos, el tiempo máximo que puede estar fuera del agua sin peligro. Trujillo se arrodilla junto a su cabeza, le cubre el ojo con un paño y le habla en voz baja. “Nunca han sentido la palma de una mano. Tratamos de calmarlos”, explica. “Sacar a un delfín del agua es una especie de secuestro”.

Mientras uno cuenta las respiraciones y otro humedece la piel con una esponja, el resto realiza pruebas médicas: ecografías, cultivos bacterianos, análisis de sangre y tejido. Se busca una cifra: cuánta contaminación por mercurio circula en estos animales. Trujillo, fundador de la Fundación Omacha, coordina esta operación que ocurre dos veces al año y requiere meses de planificación. “Básicamente estamos usando a los delfines como centinelas para la salud del río”, afirma desde Puerto Nariño, Colombia.

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La fuente del mercurio es clara: minería ilegal de oro y deforestación. Los mineros usan el metal para separar el oro del sedimento, luego vierten el lodo en los ríos. El mercurio entra en la cadena alimentaria, contamina peces, delfines y personas. El auge del oro ha disparado esta práctica, y con ella, la toxicidad en las aguas amazónicas.

Según la Organización Mundial de la Salud y la Agencia de Protección Ambiental de EE. UU., el mercurio puede dañar el cerebro, los riñones, los pulmones y el sistema inmunológico. Las mujeres embarazadas y los niños pequeños son especialmente vulnerables. “El máximo que debe tener cualquier ser vivo es 1 miligramo por kilogramo”, advierte Trujillo. “Aquí estamos viendo de 20 a 30 veces esa cantidad”.

En años anteriores, se han registrado niveles de 16 a 18 miligramos por kilogramo en delfines del Amazonas. En el río Orinoco, algunos ejemplares alcanzaron hasta 42, uno de los valores más extremos jamás documentados en la especie. Aunque aún no se puede probar que el mercurio esté matando directamente a los delfines, Trujillo es claro: “Cualquier mamífero con una gran cantidad de mercurio morirá”.

La operación depende también de José “Mariano” Rangel, ex pescador venezolano, quien lidera el traslado de los animales, que pueden pesar hasta 160 kilos. “La parte más difícil de las capturas es encerrarlos”, confiesa. El momento puede terminar con un golpe punzante en la mandíbula, pero el equipo sigue adelante.

Cada delfín es escaneado con ultrasonido, fotografiado, analizado y marcado con un microchip. El objetivo es evitar duplicaciones y seguir su evolución. Lo que está en juego no es solo la vida de estos mamíferos, sino la salud de todo el ecosistema fluvial y de las comunidades humanas que dependen de él.

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